Ella era más que un costal de huesos y puñados de esperanza. Ella era sus sueños.
De sus maldiciones y malas palabras salían truenos que, al encontrarse con la humedad, convertían la tierra en pasto fresco. Fue cuando se le vio por última vez con los pies en la tierra. De la espera hizo sillas de las que rápido aprendió a huir. Aprendió a seguir su intuición, la hizo instinto. El ritmo intermitente de la luna y el sol con su sombra le enseñó que siempre debía cargar con un unicornio bajo la manga. Basta con abrir un poco su mano para que un colibrí se detenga y beba con su pico la miel que necesita para ir tejiendo algodones de azúcar con su aliento. Eso, sabía, atraía a Gulliver. Sí, aquel unicornio que refleja en su cuerno los ojos avellana de su dueña.
Para aumentar su leyenda han dicho que de su boca no salen más que palabras cursis. Vomita arcoíris con doble carga de optimismo; sin embargo, lo que la hace flotar es la vaporosa satisfacción de ir construyendo su camino. Ella es de aquellas personas que transpiran felicidad.