Su fluir era lentísimo, tan despacio, tan a punto de morir.
Comía poco y fumaba mucho. Su alma era una de esas almas como el vidrio que fluye pero nadie se da cuenta.
Decía que el porvenir no era más que una precipitación hacia la muerte, por lo que no había prisa de nada.
Alguna vez escuché de sus labios: fluimos, sí, pero somos eternos, infinitos, sin límites y sin sentido. Somos como los colores del caleidoscopio: reflejos y luces danzando en ondas por el aire. Y es que en ese caminar de puntillas somos tantas cosas que nos olvidamos de todo aquello que es líquido celeste: brillos cautivos, partículas rebotando en las paredes de algún ser despistado que dejó entrar un soplo, un pequeñísimo soplo que le llegó al corazón.