Despertó un lunes por la mañana con el lamento de comenzar un nuevo día. El trabajo agotador y las pocas emociones no lo motivaban. Fue entonces que se levantó de un jalón mientras el despertador parecía volverse loco, se cambió y emprendió el viaje a la oficina. Entre la multitud de la ciudad percibió algo extraño en el cielo: ¿vidrio? Eso parecía, como de un frasco. Nadie más lo notó, así que prefirió caminar con mayor preocupación por llegar a tiempo, olvidó mirar las ausentes nubes, y pasó por alto lo empañado que lucía el ambiente.
De un momento a otro se detuvo, miró a su alrededor y descubrió con terror un hoyo en el piso. Parecía que algo sobrenatural había succionado el edificio donde él trabaja. Se acercó y temerosamente notó cómo una fuerza invisible se llevaba todo a su paso. Se miró las manos, que se desvanecían lentamente, como polvo. Fue así como se dio cuenta de que los rostros que lo miraban estaban hechos de arena y que toda su vida había vivido dentro de un reloj. Su tiempo se terminaba y era momento de unirse a la multitud que esperaba su caída. Poco a poco se desintegró, mientras los episodios de su vida languidecían con él. Fue hasta ese momento, en el que escuchó el tic-tac de su corazón, cuando entendió que su mundo se reducía a un reloj de arena y que él era sólo un grano ocupante.