La primera vez que te vi estabas en el andén de enfrente. Me llamó la atención que a esas horas de la mañana ya estuvieras empapada; seguramente por las prisas habías olvidado el paraguas y la lluvia te había tomado por sorpresa. Tu cabello rojo estaba enmarañado y el maquillaje de tus ojos se había corrido, era como si hubieras llorado toda la noche y no te diera vergüenza ocultarlo. Esa mañana una avería en el coche me había obligado a tomar el metro y, aunque estaba retrasado, dejé pasar cuatro trenes sólo para seguirte mirando.
A partir de ese día cambié mi ruta, dejé el coche en casa y tomé el mismo tren que abordabas todas las mañanas aunque me llevara en dirección contraria. No me importaba regresarme 5 estaciones, estar cerca de ti lo valía. En un principio sólo me paraba a tu lado imaginando tu sonrisa, oliendo tu cabello, buscando tu mirada, pensando cómo sería tu vida sin tener el valor de abordarte. No quería que pensaras que era una especie de acosador o de perturbado, sólo quería conocerte pero no encontraba la manera.
Aquel día te busqué sin encontrarte, así que tomé el tren que me llevaba a mi destino. Sumido en mis pensamientos me quité el guante para poderme agarrar bien al tubo y entonces la sentí: una caricia suave, casi imperceptible recorriendo mis dedos. Al voltear el rostro te descubrí a mi lado sonriéndome. ¿Quién diría que esa caricia sería el inicio de todo?