Faustino se fue, lejos, allá donde el flagelo mental de remanentes siderales. Ninguno de sus interlocutores le siguió el paso. Sólo se dejó llevar. Y así, casi sin darse cuenta, se encontró perdido en su soledad demente. Quiso regresar con todos pero no supo cómo ni por dónde. Y es que no era fácil; había creado para sí un laberinto.
«Me tienen intervenido el cerebro los reptilianos. Sin nunca llegar a acercarse más de cinco metros, los agentes que me han mandado vigilan cada uno de mis movimientos para someterme al silencio. Pero yo no puedo; qué quieren de mí, están locos. Si así lo requiriesen, cualquier manifestación comunicativa les serviría de pretexto para develar símbolos y mensajes intimidatorios. Lo sé. No hay nada que comunique algo, que no pueda al mismo tiempo comunicar otra cosa. Por ejemplo, que no eres ni podrás hacer nada en contra de este poder sumo, abominable».
Santoyo estaba como loco, eternamente suspendido en el sobresalto del susto. Le habían tacleado el carácter, sus árboles neuronales rendían frutos infectos, temblaba, veía escatológicos bichos por doquier; tenía regresiones prenatales en donde él, cigoto aún, sufría las violentas arremetidas que su padre daba a su hermosa madre.
«Los ojos de los pájaros son cámaras, me torturan con la sonrisa de la mujer del espectacular; mis amigos son mis amigos, pero lo son más de los reptilianos».
Después de enterarse de su condición de experimento, de objeto de estudio, Faustino Santoyo sólo en la desconfianza podía confiar. Quiso pedir ayuda, pero así como estaba lo internaban seguro. Sería lo último, pensó.
«Estoy en los límites de lo soportable, esperando a que mi cerebro se cuartee definitivamente por una fuerte impresión».