Yo tenía unos diez u once años; el sordo, como un par menos. Era, sobre todo, carnalillo de mi hermano.
Las noches de verano los de la cuadra nos juntábamos a jugar descalzos al bote pateado en las calles obscuras y poco transitadas del fraccionamiento. Estar escondida, agazapada, con el corazón punzante y el aliento contenido llegaba a desesperarme, así que solía ingeniármelas para ser de las primeras en salir y gritar undostrespormí y respirar.
Cuando me descubrían y para no aburrirme, iba y me trepaba a las ramas de un árbol de lilas que estaba al lado de la casa del sordo. Siempre iba preparada: llevaba conmigo un tiralilas (una resortera improvisada con un cacho de plástico redondo sacado de la boca de un galón de leche, con un globo estirado en uno de sus extremos), misma que usaba para, desde mi estratégica posición, acribillar a lilazos a los que aún intentaban permanecer ocultos.
Fregar al sordo era de lo que más me hacía reír. Todo enclenque el lepe, con sus patillas flaquitas flaquitas esquivando de oquis mis balas moradas.
Le digo el sordo porque juegos, ciudades, años y amnesias después me contaron algo que me hizo imaginarlo así, sordo, sin escuchar, carente de sentido, con su cara de niño ojudo y sus dientotes asomándose a través de una sonrisa extraña. Y porque esa es la primera palabra que aparece en mi cabeza cada vez que intento evitar su nombre.
Me dijeron que se volvió sicario. Que achicharraba viva a la gente.
