Tiene el mundo en sus manos. Todo a su alcance. Ellas son el negativo para cualquier textura, en su epidermis se imprimen todos los detalles y se graba el secreto más recóndito de los contactos: los laberintos ásperos, plenos de bruma, se transforman en tersos cristales.
Dice el vidente, al que sigo todo el día desde mi ventana y que suspira cada mañana con el amanecer, que la ceguera es un problema para aquellos que creen que ven, que se consideran sanos de cataratas y glaucomas.
En realidad, la caricia de la luz destella y despierta los ojos desde adentro. Sólo entonces las sombras responden y el mundo habla. No es el ojo una mano que va hacia el mundo para apresarlo; es la luz que nos golpea la emulsión que desvela y hace trazos en el cristalino. Nuestros ojos son un desierto de arena, es preciso que algo venga hacia ellos y los acaricie, es preciso que alguien los camine.
Las sombras hablan a pesar de la aspereza.
Sólo ve quien no teme la noche de los párpados.
Texturas de luces y sombras
igual
hacen
huellas.
