Vestidos con nada más que túnicas ligeras y blancas llegamos a las ruinas que dormían en medio del bosque. En un cuenco vertió el zumo de raíces, que terminamos en un par de tragos. Subimos piedras y peldaños hasta llegar al punto más alto. Nuestros ojos apenas un par de metros sobre las copas de los árboles. El sol en el zenit. El cielo azul pavoneaba unas pocas plumas de nube.
Me ubicó en el centro y se arrodilló frente a mí. Yo levanté la vista y la estrella me acarició la frente. Cerré los ojos.
Los párpados pronto perdieron su opacidad. Convertidos en cristal de arena me permitían ver todo el paisaje alrededor. Al ritmo de su vaivén, fuegos fatuos aparecían entre los troncos de los eucaliptos. Mujeres con piel de venado se asomaban desnudas desde los arbustos. Detrás del follaje aparecían ángeles de cuerpos oscilantes. Las nubes se reproducían como células formando una red fractal. El sol, ahora gigante y con sendos brazos, pintaba de colores el cielo y la tierra. Aves de arcoiris, mamíferos de esmeralda e insectos de rocío se sumaron al elenco que empezaba a acercarse y a recitar un mantra sensual. Al levantar los brazos, cientos de ellos se posaron en mis vellos mientras entes, tierra y cielo giraban bailando. Las ruinas cobraban vida y al ritmo de los suspiros se elevaban poco a poco en el aire.
Al compás de mi respiración el coro se convirtió en orquesta. De cada ente se desprendió uno nuevo y el bosque se convirtió en carnaval. Levitando, yo era el eje de un remolino de placer y vida.
Ella se levantó y convertida en agua me besó el cuello. “Tantra” me dijo. “Aprende a volar sin caer”.
Abrí los ojos. El sol iracundo me señalaba con su índice. Las nubes de tormenta parían rayos y giraban huracanadas a su alrededor. El bosque ardía en llamas y el horizonte no era más que humo y ceniza.
Mi cuerpo de vapor hirviente se condensó en agua salada.