Estás esperando un avión que te llevará de vuelta a casa. Sabes que tienes que regresar pero no quieres hacerlo. Tomas el siguiente vuelo, uno desconocido, y pagas por una conexión a la nada.
No quieres saber a dónde irás ni cómo llegarás. Con los ojos tapados pides ayuda a la sobrecargo para llegar a tu asiento y te tapas los oídos para no escuchar nada acerca de aquel lugar.
Tras varias horas de vuelo, inciertas porque te ha ganado el sueño, despiertas y estás en otro aeropuerto, uno muy familiar. Has estado ahí antes, esperando las maletas. Esta vez las dejas y caminas hacia la salida. Tus ojos se nublan por el sol que pega directo en tu cara. Aún no sabes dónde estás, pero huele a aire limpio.
Nadie te espera, nadie te recoge; no hay autos, no hay calles. No hay destino ni lugar. No hay ruido, no hay gente y el horizonte espera por un nuevo paisaje.
Tomas tu libro de bolsillo, miras hacia el frente y caminas. Ya no tienes que ir a ningún lado, ahí estás… has llegado a casa.