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Fábulas de gentrificación

Malditos hipsters, todo lo arruinan con sus chingados perros de razas exóticas y sus estúpidos sombreros. Todos siempre vestidos de colores chillones; ¿acaso no les duele la cabeza nada más de verse las camisas de reojo? Y ni empieces con su fetiche por ocupar locales abandonados y ‘dejarlos bonitos’ con una tabla de pino importado y sin barnizar, aunque no dejen de ser locales en obra negra en barrios en los que no hubieran puesto pie el año pasado; ah, pero no se le ocurra a alguno de estos imbéciles abrir un restaurante de sándwiches en pan integral y jamón de bellota y lechuga orgánica porque llegan en estampida los idiotas y a todo el barrio nos suben la renta en dos semanas.

Y cómo chingan con sus modas. Las putas coronitas de flores, las gorras de camionero, y luego las de visera plana, el suéter de punto y el gorro tejido en primavera, los lentes de lectura de sus abuelos (aunque ni los necesiten). Y si no son más ridículos que la semana pasada no están contentos.

Ayer tuve que atender a una de esas parejas de estúpidos. Los dos coordinados, con la misma camisa verde marcatextos y un suéter amarillo igual de chillón amarrado al cuello. Ella poco agraciada (hoy me siento generoso para hablar de ellos), él más feo que el hambre, gordo de lonja y barriga, pero sintiéndose súper sensual con la melena feroz y la barba rala; creo que ella tenía más barba… Intratables.

Que me suban la renta por estos usurpadores ya es suficiente; tener que usar la maldita botarga ‘como demostración de nuestro producto’ es ofensa. Nada odio como tener que ponerme este traje y pararme en el mostrador a esperar que estos débiles mentales les digan a sus novias: «Mira, qué cool. Vamos a ser personas un rato, wey».

Enamorado de las novelas gráficas, interfaces de videojuegos, malteadas de Coyoacán, floating points, caminatas nocturnas bajo la lluvia, errores de computadora y libros infantiles. Del infierno a tu corazón.

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