La última vez que la vi estaba tocando el violonchelo, sus dedos se deslizaban por las cuerdas recogiendo la cosecha del sonido. Sus lentes, varoniles para lo redonda de su cara, me intrigaban. Seguro pensaba mil cosas todo el tiempo, entre los sueños, las preocupaciones y los planes. Todo eso desaparecía con la música: ahí era sólo ella, tocando, feliz.
Todas las ideas volvían eventualmente. En especial las preocupaciones que la agobiaban al grado de robarle el sueño –que no los sueños. En su insomnio, repasaba melodías convirtiendo su brazo en instrumento, y con los dedos presionaba cancioncitas que se le iban grabando. Se relajaba un poco y disfrutaba unas gotitas de esperanza que le dejaban dormir después de unas horas. Mañana siempre era otro día.
Un día, mañana no fue: salió de casa temprano. No sé si llovía, pero le dije: «hija, lleva la sombrilla que con el clima no se sabe». Y no se supo. No sé de ella. La extraño. No la he visto desde esa mañana.
Pasaron las horas, todas en las que pudo haber regresado. Ni un mensaje, ni una seña, ni una nada de ella que ahora es todos los recuerdos que tengo. Y yo sin verla. La extraño. Esa mañana no debió haber sido nunca. Nunca, para nadie. Tengo su violonchelo en la sala, sentado en un sillón, listo para el día en que vuelva. Siempre estoy viendo la puerta.