—Esto me recuerda otra historia.
—¿Qué te recuerda otra historia?
—Esto, todo. No sé. Tal vez el color.
—¿El rojo? ¿No te parece un lugar común? El rojo. El magnífico rojo amoroso y violento. Rojo como el fuego que devastó Roma, como el cielo al atardecer, como las rosas en algún jardín póstumo, como la sangre del nacimiento.
—No, se trata de otra cosa, mucho antes. No sé.
—La espada de fuego del arcángel a las puertas del Paraíso. Los ojos endemoniados de Cerbero. La carroza de fuego de Apolo. El Big Bang.
—No, no. Un hombre cayendo. Quizá el origen. La primera vez que se dijo “hombre”, aunque seguramente fuera otra palabra.
—¿Y la historia?
—Mmm… sólo veo al hombre cayendo. Esa puede ser la historia: la Caída.
—¿Sería la historia de Belcebú?
—O del primer hombre.
—O del Hombre.
—O de Dios. Pero es rojo. Un lugar común, como dices: el primer lugar común. El hombre enunciado por Dios, o Dios por el hombre. Y alguno de los dos, cayendo.