Cuando la niña terminó de leer las últimas páginas de un libro que nadie le había prohibido pero que sabía le estaba vedado, quedó exhausta y perturbada. Entonces se fue a dormir.
Se vio a sí misma en un cuarto iluminado. En el cuarto había dos serpientes. Pero ella sólo a una temía porque la otra no se le figuraba tal.
De ahí que tuviera a bien agarrarla en caso de que pudiera servirle para defenderse de la otra. No fue sino hasta que la tuvo en sus manos que comprendió, con horror, que era igual de rechazable en sí misma. La soltó entonces. Y se extinguió la luz.
Entre la oscuridad y las serpientes sueltas, era la niña el miedo encrespado. Ponía extremo cuidado en no verse en la situación de pisarlas… pero en la oscuridad todo se hace en vano.
Por eso alzó los brazos, intentando tomar entre sus manos el foco que iluminara el cuarto. Mas lo único que consiguió en tan indefensa posición fue que las serpientes se le abalanzaran para ya no dejar de hincarle los dientes.
Mientras más enérgicamente sacudía sus miembros para zafarse, más desgarraban los colmillos de ambas serpientes su piel, más espacios se abrían en su cuerpo para deleitarse en él.
A la mañana siguiente, le habían cicatrizado ya todas las heridas, salvo una: aquella que quedaría por siempre abierta y que la hacía mujer.