Dinorah dejó el té en la mesita de noche y acarició nuevamente la foto de su padre. Ella aparecía al lado de él, cargando la única muñeca que le había regalado; tenía 5 años y esa fue una de las cinco únicas ocasiones que lo vio. Desde que tenía uso de conciencia siempre habían sido sólo ella y su madre, así lo recordaba desde que tenía uso de razón, y la razón le llegó a eso de los tres años.
Esta ausencia había hecho mella aunque no le gustaba reconocerlo. Siempre se había sentido como apestada ante sus compañeras de escuela. Era como si el divorcio de sus padres fuese una enfermedad contagiosa y sus “amigas” temieran infectarse. Su vida se empezó a llenar de momentos de soledad, porque todas las chicas en el colegio le rehuían y en casa generalmente estaba sola.
Al morir su madre, se dio cuenta de que su existencia se había convertido en un gran vacío, y este vacío se apoyaba en tres grandes pilares: el de sus padres, el de un hermano que siempre deseó y jamás llegó, el de una familia que la acogiera y estuviera con ella en los momentos más ríspidos. Llevaba una existencia solitaria no porque le gustara, sino porque no conocía otra manera de vivir.
Los contornos de la foto poco a poco iban desapareciendo. Ya no soportaba este espanto de vivir una vida vacía de todo y llena de nada. Muy pronto dormiría y quizás despertaría en algún lugar donde nada le faltara.