Sentado en la vitrina, el General mira el techo. Recuerda el día en que le informaron que la posibilidad de vida inteligente en Kepler-62f era una certeza y lo invitaron a ser parte de una misión espacial histórica.
Recuerda el despegue, la bola de agua, tierra y nubes que dejaban atrás y los tres años de viaje rutinario junto a sus seis colegas. Recuerda el avistamiento de K62f, la adrenalina del acercamiento y el suspiro al tocar el suelo.
No pasaron ni 36 horas cuando el primer grupo de nativos se acercó.
Tienen forma humanoide y características de mamíferos, pero vivir bajo tierra por más de cien mil años después de que su superficie se volviera inhabitable, ha convertido sus facciones y piel en algo, por decir menos, tenebroso. Viven en colonias semisubterráneas en el fondo de inmensos abismos y mantienen indicios del comercio y la economía de antaño. Su comida es esencialmente un puñado de plantas que sobrevivieron la decadencia de su mundo y que son cultivadas en obscuras cavernas.
La amistad se entabló y se notificó a Houston que eran amigos y el intercambio de información y tecnología era un hecho. Decidieron enviar más naves con muchos más tripulantes.
El General recuerda también el incendio que arrasó con el módulo en el que vivían y causó la muerte de sus colegas hace más de un año.
Desde la vitrina, sin un brazo, una pierna ni orejas, hace cálculos. Sin comunicación con la Tierra deduce que las naves llegarán pronto y piensa, no sabe si con alivio o terror, que la carne humana bajará drásticamente de precio.