Lo vi en esa charola roja, ese ser extraordinariamente monstruoso. Lo deseé en ese mismo instante, entre el olor a pollo viejo, a cartón mojado, a niños corriendo y trapos llenos de humedad. Estaba abandonado dentro de su empaque como un niño en una cuna hecha a la medida. Le tocó por suerte a una señora hambrienta, por suerte digo yo, por desgracia denunció su grito de horror. Un pollo no debe tener tres patas y dedos. Un pollo no, un pollo no. Pero yo lo vi magnífico y lo comí.
Soy un devorador de carne, siempre lo he sido. Desde que nací sólo comí carne, eso hacíamos y siempre acepté que ese era el destino para mí, que de ello dependía nada más que mi sobrevivencia y ese es el equilibrio que me toca mantener. Ya no eran tiempos de caza pero seguía persiguiendo la carne. Jugosa, seca, cocida, cruda, carne. La carne, la carne, la carne. Eso es todo en lo que pensaba. Si alguna vez quise tener hijos fue solamente bajo la idea de comer su carne. Lo mismo me pasaba con las mujeres o los hombres con los que estuve; los elegí por su carne, por sus jugos, por las formas en que la carne se les meneaba al moverse. Suculenta carne, carne, carne. Soy un animal.