Tomaba un café acompañado de un cigarro cuando al observar lo resecas que estaban mis manos también me percaté de que las cicatrices de mis muñecas se habían borrado totalmente.
Llevé mi mano escéptica sobre mi ceja derecha intentando comprobar que aún existía una vieja herida, pero también había desaparecido. Nada, ni una línea, ni una marca había quedado de esa tarde que con navaja en mano me sangré la sien.
Eché a reír y comencé nerviosa a buscar todos los hilos que el tiempo había bordado en mi piel: ninguno, todos disueltos: las cicatrices ya no existían.
Subí a bañarme, me sentía ligera; fue entonces cuando desnuda y frente al espejo me percaté de que también mi ombligo se había cerrado, cancelado, perdido: quizá muerto. Poco después se cegaron mi ojos y se vaciaron mis oídos, como si se acercara el cierre definitivo de la herida primordial: comienzo a no poder respirar, no sé qué pasa pero siento que pronto dejaré de ser yo, que me autoenvuelvo al grado de desaparecer.