Era nuestra primera cita y quisiste llevarme fuera de la ciudad. Tardamos tres horas en recorrer un trayecto que, de no habernos perdido, nos hubiera tomado la mitad del tiempo. Tal vez ese desvío por la salida errónea era totalmente intencional, así tendríamos más tiempo para hablar de todo y nada. Querías sorprenderme, sí, pero también escapar, salir de lo convencional. Ahora que lo pienso, siempre lo tuviste perfectamente calculado: ¿cómo no enamorarme de ti si desde el principio procuraste sorprenderme a cada momento?
El pueblo parecía sacado de esas pinturas que evocan el campo mexicano. Sabías que era una sentimental empedernida y que tenía cierta fascinación por los poblados rurales en donde la vida pasa lentamente y los sentimientos florecen con tan solo ver los colores encendidos y salvajes de las bugambilias que inundaban cada rincón. Recuerdo que nos sorprendió la lluvia en esa calle empedrada y me robaste ese primer beso que marcaría el resto de mi existencia. Me abandoné en cuanto sentí tus labios y al cerrar los ojos supe que tenía ante mí toda mi razón de ser y de vivir a partir de ese momento.
Entramos tomados de la mano a la tienda de antigüedades y de inmediato llamó mi atención esa lámpara en forma de querubín: tenía esa cierta ternura mezclada con perversidad que descubrí en tus ojos la primera vez que los vi. Me dio miedo pero insististe en regalármela. Tenía tanto de ti y de nosotros que no pude negarme.
Ahora la observo en el fondo de la bañera junto a tu cuerpo inerte. Tal vez al verla planeaste que sería el medio para escapar de esta vida. No podré desecharla, creo que tu alma quedó encerrada en ella. Nunca te reproché nada, hasta ahora: me hubieras llevado contigo en este último viaje.