Bajó la mirada, suspiró.
[Luego de tres horas y cuarenta y dos minutos, estaba a un segundo de perder el control.]
Alzó la cara y movió de inmediato el brazo, dejando que cayeran de nuevo en la mesa esos dedos ajenos a su mano.
[Descansó la postura rígida de su espalda, no así sus piernas que seguían cruzadas con fuerza.]
Centró su atención hacia una de las lámparas que decoraban el lugar.
[Tarareaba para sí una melodía que le hacía recordar los momentos pico de gran felicidad a su lado.]
Regresó la mirada a la mesa para sentir con el índice los pocos granitos tirados de sal, tomó el salero, comenzó a machucarlos. Dos ojos con pestañas cortas buscaban que esa mirada entretenida en crear polvo blanco se fijara mejor en él. Lo logró.
[Ella abrió más los ojos, pasó saliva, relajó sus talones. En la piel de sus brazos se veían uno a uno los minúsculos poros expuestos a la temperatura gélida de la noche.]
“Mi palabra preferida en inglés es butterfly; me vienen a la mente unas alas que hacen de cuchillo untador al ras de una barra de mantequilla, así, tal cual”.
[Llamó al mesero para pedirle la cuenta, frotó sus manos antes de meterlas a los bolsillos de su abrigo.]
“Tal vez así me sentía contigo, como un vuelo suave por encima de un terreno viscoso, grasiento; si caía en él, daría aleteos cada vez más torpes para poder salir”. Movió la cabeza, continuó: “Las monarcas, por ejemplo, migran para evitar el frío. Este sería un lugar en el que definitivamente no estarían”.
[Sacó una mano para ponerla encima de la boca de Jorge.]
“…te quiero pero ya no queda nada. Ya pagué la cuenta”.
Jorge no entendía, ni siquiera pidió explicaciones. Abrió su cartera, sacó un billete de 20 pesos y lo dejó debajo del servilletero. Se acompañaron a la salida del local y ella tomó un taxi mientras que él, poco a poco, comenzó a sentir miles de mariposas revolotear en su corazón.