Había decidido mantenerlo en secreto, sin embargo, cada noche me asomaba a la ventana para observarla detenidamente. Y ahí estaba: diminuta y brillante. Salía de entre los tulipanes y se sentaba en una hojita cóncava mirando al cielo, luego cerraba los ojos y tocaba su minúscula guitarra. Me entristecía un poco no poder escuchar su música. No sé si porque su instrumento era tan pequeño o porque los humanos no podemos escuchar las notas musicales que entonan esos seres fantásticos. A veces me adormilaba con el increíble panorama y me quedaba sumido en un profundo sopor hasta que llegaba la enfermera y me inyectaba mis medicamentos nocturnos. Después, cuando se iba, me despedía en silencio de la criatura y me metía entre las sábanas.
En verdad es cómoda y agradable mi vida desde que el sistema dictó su condena. Un sistema podrido en el que debes cumplir con el «deber ser» y el «tener» para no ser invisible ni rechazado.
Mírenme aquí, me sentenciaron a un manicomio porque no creen en las hadas, y como yo no creo en el sistema, me dicen loco.