Buscó el vestido que le resaltaba la sonrisa. Se pulió los brazos hasta la refulgencia. Encontró en el espejo sus ojos teñidos en añil y grana las mejillas. La maleza de su cabello se ordenó, por una vez, en una corola soberana. Cuatro horas habían navegado después del baño, y su pecho no encontraba gobierno ni calma.
Apenas reposó el anillo al pie de la cama, sin vergüenza ni remordimiento, bajó la escalera tras el augurio de su llegada. En el piso junto a la puerta, un sobre con su nombre. «Ahora sé que en el dar estás tú, y yo, y eso que cruza el campo de mis manos a las tuyas. Toma para el resto de tus tesoros. Toma, mi ausencia.»
Leyó de nuevo. Quiso un momento transparente como diamante. Leyó de nuevo y se le ensombrecieron los ojos, se le amargaron los afectos. La noche hubiera parecido clara contra sus manos.