Te dormiste en tus laureles, Laura. Quisiste escapar de la ciudad, de tu cansancio, de la escuela y tus pendientes; de él (de su cariño y su abrazo, de su diligencia, de su tenerte en el centro de su atención, de su beso de pimienta cayena y clavo, de sus besos inquietos y sus manos incesantes y veloces, de su voz con sordina y de sílabas ahogadas), de todo el presente en clave futuro que él representaba. Huiste por el escalofrío de disfrutarlo y que el goce se convirtiera en costumbre.
Huiste a la arena para disfrutar. Porque te has abandonado. Porque con él, el que te arruinó —el que devoró tu derecho a disfrutarlo a él, que te ofrecía tu propia vida—, nunca disfrutaste en verdad del sol. Porque te dueles. Y ahí te recostaste. Y entraste al mar y el mar te inundó, te llenó de olas y sal y los vendavales y un abrazo. El mar entró como si fueras el mismo vaso roto que conservas en la mesa de noche.
Pero el mar se fue, dragó tus escombros y te dejó apoltronada y ligera, lo suficiente para arrastrarte a la siguiente ola.