Para ella el verano siempre fue una cuestión interior; yo nunca entendí esa manía tan suya de sentarse a esperar a que el sol saliera por la colina e inundara todo el valle.
Decía que con el alba llegaría aquel a quien tanto deseaba.
Salimos cerca de las cinco de la mañana, en el invierno más largo del que se haya tenido noticia. Nevaba, y era una nieve hermosa. Los copos caían como si los otoños hubieran anidado en el agua.
Ella comenzó a hablar del calor, de la anciana que le vendió las pastillas rojas como manzanas maduras, de que podía sentir el ardor en cada poro de su cuerpo.
Se desnudó sin pudor alguno y permaneció incólume ante el aire gélido; empezó a arder, se hizo radiante, deslumbraba como la luz que esperábamos detrás de la colina.
Yo la miraba en esa blanca incandescencia mientras mi cuerpo temblaba de frío, era como si la nieve no la tocara. Ella era una llama encendida en este invierno helado.
Mis hermanos decían que esa vida no podía llevarla muy lejos, por eso no quisieron venir a mirar el amanecer con nosotros.
Y es que desde que Blanca Nieves llegó a la casa decía que le hablaban los árboles, que los venados venían a buscarla, que los pájaros cantaban con ella, que venía huyendo de los asesinos del bosque y que el príncipe vendría a buscarla cuando el sol saliera por la colina e inundara todo el valle.