Cuando lo sentí fue como si el mundo se ralentizara a mi alrededor. Todo se movía tan lento que las imágenes parecían congeladas, atrapadas en instantes en los que miles de sentimientos y sensaciones bailaban por toda la atmósfera abriendo infinitas posibilidades, destellos de otros universos.
Tomó el control por completo. Primero vi que instauró su régimen por un tiempo indefinido, un tiempo sin tiempo en el que nada parecía ceñirse a las normas que conocemos como realidad. Mi mirada se perdió apenas probar el primer trozo, ácido, de textura rugosa, mágico. Una espiral de colores imposibles se abrió ante mis ojos y sentí que me tiraba del cabello para meterme de lleno en ese vórtice imposible en donde mi cuerpo se fragmentó partícula a partícula para viajar a aquellos lugares que nadie jamás había visitado o conocido, lugares que sólo habitaban en mi mente, en mis realidades creadas en horas de soledad y tristeza.
Alcé la mirada y vi cómo su pequeña sombra se proyectaba en el pavimento inundado de reflejos lunares. El Niño Santo conducía mi cuerpo, mi mente, mi espíritu. Mi voluntad no me pertenecía más. Ahora sólo importaba lo que él decidiera y había decidido arriesgarse, ir más allá, abrir las cuerdas del tiempo y enseñarme el porvenir. Abstraído, únicamente podía dejarme llevar. Vi cómo mi vida terminaba y comenzaba de nuevo en infinitos bucles, bucles que se entrelazaban con otros universos, bucles que terminaban demasiado pronto muy tarde.
Al despertar vi el cielo estrellado en el desierto y el último trozo que me había dejado el chamán. Pequeño, menudo, casi insignificante, pero con el poder suficiente para hacer regresar al Niño Santo.