–Ya te lo había dicho: es absurdo.
–Pero yo quiero que nos quedemos allí, qué tiene.
–Tú necesitas de lo etéreo. Yo no. Borra eso.
–Es que no tengo prisa. Nos quedábamos en las nubes y…
–No tengo tiempo para tus manías, bórralo. No era yo.
–Te presto mi reloj. Pero acepta que sí eras, y nos quedábamos.
–Si hubiera sido yo, te habría dicho que me dejé caer sin parar mi caída, sin miedo al fondo de la sombra…
–No te burles.
–…para encontrar la luz sin noche.
–En serio.
–No me burlo. Nomás te comparto el verso por si quieres que alguno de tus interlocutores lo recite con una flor en la mano mientras cae.
–Sin caer. Nos quedábamos.
–No fue así. Yo no soy ese. Ni tú.
–¿Y si sí? Te diría, ahora, lo que no supe cómo.
–¿Otra vez? ¿Para qué?
–Porque pesa mi amor sobre la palma de tus manos, seguro como nave…
–¿Todavía? ¿Y por qué?
–Porque cada memoria enamorada guarda sus magdalenas, y la mía…
–¿Es acaso un perfume, un olor que regresa?
–Sí. Cuando los labios y la piel recuerdan…
–¿La telaraña y sus magias inútiles, pequeñas? ¿Y luego escribirás versos tristísimos, de noche?
–Sí. Y además, que te quiero, y hace tiempo y frío.
–Otra vez. El guión bajo el brazo y sacarlo cuando llueve. Me has vuelto un personaje, y te olvidaste. No fue así.
–¿No fue así? ¿El azul, nos quedábamos?
–No. Fue al revés.
–¿Al revés? ¿Nos caímos?
–Sí. Cataplum.
–¡Cataplum! ¿Todo perdió sentido?
–Todo, sí. Deja de escribirme, por favor.
–¿Pero y los conejos?
–¿Los conejos? No sé. A veces creo que son más amarillos que otra cosa.
–O azules como estrías.
–O limón, y van palideciendo por el sol. No sé. Detente, ya.
–Tienes razón. Decolorándose, sí. Nos perdimos, sí. Dejo, sí.
“Nos quedábamos allí, en el azul…”
No pares, ¡sigue leyendo!