La arena del gato, pensó. Sólo eso se le ocurría y de alguna forma era lo más simple.
Estaba aturdida, la vida era una nube que le tapaba los ojos, que le hacía transitar por la mañana como si la realidad fuera el artificio de alguna pesadilla. Lo único evidente era el sol iluminando la sala, sus manos temblorosas y el cuerpo inerte.
Fue al patio, tomó la caja de arena y la llevó a donde estaba el cuerpo de su hermana; la jaló del pelo hasta sentarla con la cara al techo; la boca abierta en una circunferencia completa y, con la misma taza de la leche, empezó a llenarle la boca con la arena del gato.
Estaba cansada, no en vano los casi setenta años soportando a aquella mujer que la erizaba –igual que se erizaba Pelusa cuando tenía hambre y ella tenía que hacer lo que le correspondía a la otra–, que las dejaba solas mientras salía por allí, a quién sabía qué cosas.
Con el mismo abrecartas le cortó la lengua y empujó la arena en la boca para que se asentara; le quitó la dentadura para asegurarse de que quedara completamente llena. Las manos le temblaban, se desvanecía entre la luz, el agotamiento de la mañana y de todas las demás mañanas.
Cuando terminó, Pelusa dormía a los pies de la muerta. Miró a su hermana colmada de arena, se acercó al oído y con una respiración jadeante, susurró: «Te dije que te callaras, Josefina, te dije que te callaras».