Tres años es el tiempo que se tarda en cicatrizar una herida interna. Te abren por capas, una después de la
otra hasta llegar a los intestinos.
Sacar algo… quizá un órgano o, si se tiene suficiente suerte, una sombra, un monstruo incisivo que destruye poco a poco ese espacio espiritual.
Los médicos intentan retejer los hilos musculares y te advierten la urgencia de esperar a que el cuerpo repare lo que un dolor rompió.
Seis años después sigo sintiendo que algo no está dialogando del todo. Una rajada. Una cicatriz del desierto. Una marca palpable del final.
Algo en mí se desgarra,
como la semilla que rompe la tierra.
Algo en mí se detiene.
Lento. Son los latidos de la tortuga.
Aquello que adora al árbol mestizo.
Con la paciencia de la eternidad,
lame las huellas de la muerte.
Es la danza interminable de lo suspendido.