Luis, desde sus seis años de experiencia en el mundo, mira un cartel pegado en la pared de su colegio. Debajo de la ilustración se puede leer el nombre de una obra de teatro y los datos sobre sus presentaciones. En realidad, Luis no entiende la imagen ni trata de asociarla con el título de la obra. Más bien le sorprenden algunos detalles, como el moño rojo que lleva el sujeto del chaleco; en la mente del niño ese moño podría ser parte de un disfraz, podría girar o lanzar chisguetes de agua para hacer reír al público, aunque en la realidad tenga otra razón para estar ahí, una razón que Luis desconoce. Entonces, asombrado, recorre con la mirada cada uno de los detalles, haciéndose una larga serie de conjeturas. ¿De verdad la muchacha irá a comerse su propio ojo? ¿Qué lame de la cuchara ese señor? ¿El tipo con los calzones de corazones será el dueño de la prenda? Luis piensa que, de ser su dueño, él no se los pondría, mucho menos para que la gente se los viera puestos, que este tipo hace bien en llevar máscara: ¿qué pensarían sus papás si lo vieran así?
Qué lluvia tan inoportuna. ¿Cómo caer en ese momento? De no hacer algo, el agua arruinará el cartel. Luis tendrá que dejar esto para después. Ya pensará todo esto en otra ocasión, por lo pronto arranca el cartel de la pared, lo enrolla y guarda en su mochila para llevarlo a casa. Antes de partir, Luis jala su cinturón para asomarse dentro de los pantalones. «No entiendo, ¿por qué corazones?», piensa.