Me besó. Su mano recorrió mi espalda, mis glúteos, y luego subió hasta mi nuca. De la nada sentí su palma sobre mi seno izquierdo y luego sobre el otro. Me distancié ligeramente pero él me cercó la cintura con su brazo y murmuró en mi oído: confía. Y confié.
Cuando mi espalda desnuda sintió la hierba y todo el cielo parecía caer sobre mis ojos, percibí su cuerpo sobre el mío, su aliento en mi cuello, su pene contra mi vientre y, queriendo decirle que parara, él atrapó mi incipiente protesta con un beso y, luego, sobre mis labios dijo: todo está bien, tranquila. Y me tranquilicé.
Meses después, cuando nos vimos en el café de la plazuela y le manifesté que estaba embarazada, sus ojos parecieron salirse de sus cuencas, su cara pareció adquirir rasgos ajenos, su boca antes amorosamente apasionada boqueaba como intentando jalar aire y comentó: Pero… ¡¿cómo?!
Se puso de pie, me dio la espalda y se alejó. Nunca más supe de él.
Hoy soy madre soltera de tres.