“No te condenes a la marginación”, decía mi madre consternada. Pobre de ella sin saber que desde mi nacimiento estaba marcada por una soledad infranqueable. Cuando sus brazos ya no fueron cobijo para mi cuerpo escurridizo y ya no tuvo la fuerza para detenerme, me escapé.
Corriendo subí la montaña y me quedé en la cima. Miraba el mundo con deseos de abrazarlo, tomarlo entre mis manos y hacerlo pequeño, arrullarlo y cantarle.
Nadie entendió que mi amor era tan inmenso que no cabía en mi cuerpo. Empecé a disolverme. Polvo de estrellas.
La humanidad lo presintió en un latido salvaje de su corazón dormido. Corrieron. Millones de humanos querían mi amor. Lo despedazarían. Con sus sonidos de manada embravecida la tierra temblaba.
La montaña temerosa por mi espíritu salvaje, me salvó. Aprovechando el movimiento terrible de los que se acercaban desesperados, se deshizo para que no me alcanzaran. Mientras la piedra bajo mis pies se desmoronaba yo me elevé con las manos alzadas, acepté el abrazo. Silenciosa fui la noche del universo.