Lo sabías, bien lo sabías. Volviste a soñarlo como cada noche desde que decidiste que él sería el hombre, tu dios astado: el alce blanco que entra en tu habitación, que se acerca y te olfatea y con su falo te roba el himen mientras gimes tirada en la duela y te vuelves escarlata en medio de tu cuarto. Y el alce descarnado, sin piel ni músculos, es un cadáver frío parado en el borde de tu cama.
Lo imaginabas, mucho lo imaginabas. Medías su cuerpo con las palmas de tus manos, querías aprenderte los pliegues y las texturas, sentir sus músculos, arañar su espalda y balbucearle algún embrujo en el oído.
Pero a veces la imaginación no alcanza, ni las revelaciones de los sueños son tan claras. Sucede simplemente que de tanto anhelar algo se nos va convirtiendo en arena.
Y tu deseo era de arena, colmado de manos perfectas y desgarradoras.
Tu angustia, Priscila, tu rabia en medio de la calle, como flor tirada en el empedrado. Tu tristeza niña, tus rodillas niñas, rojas de tanto intentar y caerte, y caerse juntos sobre las piedras de un camino recubierto de clandestinidades, de la torpeza con dedos afilados, de la fuerza perdida en una tarde de la que lo recuerdas todo.
Tu vida, niña, esa que perdiste aquella tarde cuando salías de casa con tu vestidito negro y tu cabello limpio. Esa en la que decidiste entregarle tu cuerpo a aquel muchacho que te amaba, pero que te arrancaron en el empedrado de un estacionamiento solitario.