Suceden de noche: el hambre y —sobre todo— los apetitos. Un aroma acre se agolpa en la nariz con reclamos de atención silvestre, se yergue un calor primitivo y entonces los apetitos se vuelven furia, y ah… Mis piernas se estiran como banderas al aire y los dedos, rosáceos dedos, se abren a la claridad.
Cedo, como siempre, dejo de pensar, sorda porque estos ojos no duermen. Me vuelvo yo misma la carne al alcance de las manos: soy la presa de la presa, porque el apetito no cede, y una tiene que exponerse y presumir las orquídeas del vestido y hacerse nube de delicias y abrir los brazos y acariciarse los ojos hasta hacerlos relumbrar.
Allá va una a procurarse los alimentos, a entregarse sin rubores a las necesidades. Entonces vuelan, revolotean, se escabullen y acercan, unos con miedo, ése con la certeza que quiero siempre que me vuelvo furia. A ése quiero: junto las manos y le abro el pecho, viene a mí y me abraza hambriento. Como siempre.
A ése quiero tanto, y disfruto tanto, y es tan mío que a la mañana he saciado el hambre y el apetito, todo él manjar de una noche anterior.