Derroqué a mi padre: tomé aquel metal y le corté los testículos. No eran tan imponentes como pensaba, eran apenas un par de apéndices que me parecieron sin sentido fuera de su cuerpo. Lo vi caer mientras se llevaba las manos a la ingle y suplicaba clemencia. Los arrojé al mar mientras me limpiaba los restos de lo que pudo ser mi siguiente hermano.
Después de eso era yo el que gobernaba sin que nada se interpusiera a mis deseos, hasta que la bruja auguró que sería uno de ellos el que tomaría la daga y me destrozaría las entrañas: “tus vísceras también irán al mar”.
A los pocos días nació el primero de mis hijos; esperé que mi esposa se durmiera, fui a la cuna y le arranqué la lengua con los dientes; su llanto era un gemido sin ruido. Seguí devorándolo. El sabor de la sangre propia tiene algo de embriagador.
Cuando llegó el segundo, esperé un poco más, lo vi crecer y poco antes de que cumpliera su tercer año le mordí los hombros y los brazos; de allí seguí hasta engullirlo todo.
Al tercero lo esperaba con la ansiedad de probar de nuevo esa carne que de alguna forma era carne mía. Seguí con los demás.
Fue una tarde cuando, después de devorar al sexto de mis hijos, sentí el frío desde adentro de mi cuerpo. Una daga de metal salía por el centro de mi abdomen, Júpiter se abría paso como un rayo que fulmina el tiempo.