Para cuando Diana llegó al pabellón ya no hablaba. Sus labios parecían borrados. Tenía el ojo derecho tapado con el dibujo de un corazón. El ojo que podía vérsele era muy oscuro, sin siquiera esa luz de los que vivimos a ciegas.
A los pocos días, sin hablar y casi sin ver, con los pensamientos amarrados y el cuello herido, se sentó entre nosotros confundiéndose con las sillas, el piso y el techo. Nos escuchaba con atención y nunca faltaba a las sesiones. No se le veía triste ni feliz ni enojada, simplemente su rostro era inexpresivo. Si te le acercabas y le hablabas arrugaba su ojo, para después marcharse.
Precisamente a un día de irme de la clínica, Diana vino a sentarse junto a mí y por primera vez habló: ¿Lo lograste?
Todavía sorprendido por escuchar su voz le respondí que no entendía, entonces acercó su boca a mi oído y casi sin abrir los labios me dijo: la verdadera fe comienza sacándole los ojos al corazón. Si no lo has hecho no pierdas el tiempo en irte, más tardarás en hacer tu maleta y cruzar la puerta que en regresar.
Diana se levantó y se fue. Yo me quedé inmóvil, asustado, tan asustado que aquí estoy. Aquí con Diana que anoche decidió ahorcarse. Aquí con Diana y los ojos de su corazón.