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Sin ojos, sin lágrimas

Para cuando Diana llegó al pabellón ya no hablaba. Sus labios parecían borrados. Tenía el ojo derecho tapado con el dibujo de un corazón. El ojo que podía vérsele era muy oscuro, sin siquiera esa luz de los que vivimos a ciegas.

A los pocos días, sin hablar y casi sin ver, con los pensamientos amarrados y el cuello herido, se sentó entre nosotros confundiéndose con las sillas, el piso y el techo. Nos escuchaba con atención y nunca faltaba a las sesiones. No se le veía triste ni feliz ni enojada, simplemente su rostro era inexpresivo. Si te le acercabas y le hablabas arrugaba su ojo, para después marcharse.

Precisamente a un día de irme de la clínica, Diana vino a sentarse junto a mí y por primera vez habló: ¿Lo lograste?

Todavía sorprendido por escuchar su voz le respondí que no entendía, entonces acercó su boca a mi oído y casi sin abrir los labios me dijo: la verdadera fe comienza sacándole los ojos al corazón. Si no lo has hecho no pierdas el tiempo en irte, más tardarás en hacer tu maleta y cruzar la puerta que en regresar.

Diana se levantó y se fue. Yo me quedé inmóvil, asustado, tan asustado que aquí estoy. Aquí con Diana que anoche decidió ahorcarse. Aquí con Diana y los ojos de su corazón.

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Escritora. «Larga y ardua es la enseñanza por medio de la teoría, corta y eficaz por medio del ejemplo.» –Anónimo
Ilustradora. Experta en llegar a casa sin dobladillo, hacerla de pepenador y mantener todo en absoluto desorden. “La Muñeca” (mote familiar que ganó al nacer por su tamaño convenientemente particular), se inclina por las artes gracias a los monos de perfil con grandes narices de su padre y a la famosa “libreta roja” de recortes y canciones su madre. Su incapacidad de recrear lo real nace a partir del “Alacrán, cran, cran” cuando, en lugar de una imagen, su madre pega uno real… Hace ilustraciones para revistas, libros para niños y de vez en cuando una que otra escultura con chicle o tela.
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No pares, ¡sigue leyendo!

Carta hallada en el domicilio Real Jardín, número 14, Puebla de los Ángeles

Pena
Me apena mucho dirigirme a usted por medio de esta carta, esta declaración que nace de la necesidad de contarle lo que siento. Yo, que poco sé de cómo hablarle a una mujer de su condición, tan elegante y fina pero principalmente tan hermosa. Sé que en el momento en que reciba estas palabras, sentirá que de nada valen los intentos que desde el mes de mayo he realizado para poder platicar con usted. Pensará también que aquella tarde junto al portón de Morelos nada representó para mí y que mi vida ha sido la misma. Y no la culpo, pues mi cobardía de buscar los medios para acercarme a usted muestran indiferencia y no son dignos de un hombre.
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