Cambio la página. El filo de la hoja me corta. No hay sangre, pero la abertura está hecha. Una punzada. ¿Qué libro era este que me hiere? ¡Claro, claro!
Me fascina que sea un diálogo, uno de los Diálogos. Y hay una caverna. Sigo y sigo. La punzada también. Paso el dedo por las letras, las toco, las siento como si leyera en braile, como si una miopía visual se compensara con este tacto. Las toco con la cortada, con la herida que recibe las letras.
Siento en mi dedo reconstruirse esa tragedia de la caverna. Siento que la herida es la entrada de la luz que llega a esa oscuridad. Las venas esclavizadas de este mito. Las células, los hombres que no saben de la caverna, ni de la luz, ni de la oscuridad, ni de la herida. Tejido que se infecta con estas palabras. Con esta fuerza que obliga a llegar a la luz. Esta violencia de saber, de leer y ser invadido. Ya casi no hay poetas aquí. Letras en epidemia. Si me llegan al torrente sanguíneo ¿sacarán de mí también la poesía?, ¿me dejarán en la intemperie de la luz?
No quiero regresar a esa cueva, a esas cadenas y la cabeza inmóvil. Pero la luz… Edipo ya sin ojos. Él sabía. Él supo de la infección. Sus ojos sin luz…. Sus ojos vieron…