Hola. Así se sentó la Duda entre el té verde y el café, entre el río Amarillo y el Danubio, entre Buda y Dios.
Hola, les dijo de nuevo. Conversen como suelen hacer en las clases de mandarín. Prometo que no diré ni una palabra y que sólo me quedaré aquí, entre ustedes, como una invitada expectante.
El viento se movió entre las flores que rodeaban la mesa. Sopló en el café. Alborotó el pelo quebrado de ella que se rodeó con los brazos para cubrirse. Su compañero la miró frágil y la abrazó.
Los minutos continuaron en la carrera de relevos.
¿Deberías ser honesta?, interrumpió la Duda. ¿Decirle que si regresa a China te ganará la tristeza y que en realidad te gustaría que se quedara aunque le hayas prometido que seguirán juntos si se va? ¿Y tú? —se dirigió a él—, ¿por qué no levantas la mirada? ¿No estás seguro de hacerle saber que si te pide que te quedes lo harás porque es ella y el futuro se hace en el presente?
Una hoja seca cayó sobre el té verde.
Motas de polen crearon ondas en el café.
Sus labios se pegaron porque en el otoño no todo debe morir.
Me voy a quedar contigo. No estamos para dudas, le dijo.