En medio del espectáculo aparece con el rostro más claro que sus talones, la delgadez de un pañuelo amarillo y la sonrisa de corcho de botella. En medio de la nada o de la pista… da igual.
Ella está ahí –de pie–, esperando la orden del domador de aves que con un silbido tierno y lento hace que todo el lugar quede en silencio. En ese momento la mujer comienza a iluminar la carpa. Desde el centro se proyecta una luz tan incandescente como la de diez antorchas y, moviendo la cabeza con el ritmo de una canción de cuna, la joven mueve los brazos hasta lograr que sus dedos parezcan las ramas de un árbol nuevo y transparente. La luz crece y crece, y arroja destellos como si el sol se reflejara sobre un espejo gigante o un artefacto metálico de ancestros y de dioses.
Es entonces, en un segundo o menos, que una pequeña ave sale del nido rojo y amarillo con una elegancia estelar y una belleza entrañable. Así nacen una y otra y veinte aves, hasta formar una parvada que responde entre sí como un cardumen en medio del Mar Rojo. Eso, es eso: un océano que poco a poco inunda las butacas y las pequeñas bolsas de papel con palomas blancas o envases de refresco de limón.
Y de repente, con un silbido del mismo tono que un farol en medio del mar en plena tormenta, el torbellino de calor se vuelve lentamente a la forma de un pañuelo de colores que regresa a golpear –o besar, no se distingue– la cara de la dama que ya no es niña, sino una mujer de maquillaje celeste.