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Tu absurda ley del hielo

Cierro el libro que me regalaste cuando nos conocimos y mientras te veo acomodar tu ropa pienso en este viento impetuoso que transita mi existencia. Nos hemos acostumbrado tanto a los silencios que las palabras se confunden con consuelo. Estás ausente y cada vez te conozco menos.

Si tan sólo supieras lo que es saber a ausencia, a tortuosa memoria.

Me acuesto a tu lado para mirarte y escuchar lo que hoy tienes que contarme, pero una vez más te quedas callado. Y al girar tu cabeza sobre la almohada hacia mi lado contrario, te busco en mi soledad.

Hace mucho que ya no puedo encontrarte, que te has perdido en el quehacer de tus pendientes, esos pendientes que antes me parecían encantadores. Me quieres, lo sé, pero ya no me lo dices. Todo se vuelve espacio y tiempo.

El dolor se incrusta en mi cuerpo, murmuras y me fastidias. Quisiera que tu boca fuera menos reservada y tus pensamientos más ligeros, con eso me conformo, con un diálogo amable que no alimente la tristeza.

Pero vamos más allá. Por eso escribo, para encontrarte en mis letras, para que me veas en ellas y de una vez por todas te decidas a enseñarme ese nuevo idioma que has aprendido, el que no ensayamos juntos.

En vano he levantado la voz. ¿Te has dado cuenta de mí?

Como si el sonido de mi voz te hubiera movido algún recuerdo me miras pero «no es nada», me dices. Giras de nuevo la cara hacia tu silencio y seguimos así: yo buscándote siempre y tú jugando con esta montaña rusa que es mi vida.

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Escritora. Bruja de oficio, cocinera de palabras por accidente. Cambio de color todo el tiempo porque no me gusta el gris, un poco sí el negro, pero nada como un puñado de crayolas para ponerle matiz al papel. A veces escribo porque no sé cómo más decir las cosas, a veces pinto porque no sé como escribir lo que estoy pensando, pero siempre o casi siempre me visto de algún modo especial para despistar al enemigo. Me gusta hablar y aunque no me gusta mucho la gente, siempre encuentro algún modo de pasar bien el tiempo rodeada de toda clase de especies. El trabajo me apasiona, los lápices de madera No. 2 también; conocer lugares me fascina y comer rico me pone muy feliz. Vivo de las palabras, del Internet y de levantarme todas las mañanas para seguir una rutina que espero algún día pueda romper para irme a vivir a la playa, tomar bloody marys con sombrillita y ponerme al sol hasta que me arda la conciencia. Por el momento vivo enamorada y no conozco otro lugar mejor. El latte caliente, una caja de camellos, una coca cola fría por la tarde, si se puede coca cola todo el día, y un beso antes de dormir son mi receta favorita para sonreír cuando incluso el color más brillante se ve gris. La Avinchuela mágica.
Escritor/Ilustrador. Diseñador gráfico alma vendida, hedonista de bolsillo vacío, activista de la pereza y los vicios solitarios, nacido en tierra de nadie Santiago de Cali, prosperó en la vida alegre y fue criado en modo experimental, casi como un hámster de ritmos tropicales, con la ternura y los dientes necesarios para dar un par de puñaladas de cariño y el justo pelito afelpado de la embriaguez. Cree que el juicio es una trampa, la cerveza es una dicha y el humor confunde al tiempo; cree que el dinero es para los amigos, los genitales para el viento tibio y un vaso de licor con hielos para mantener el equilibrio en cualquier ocasión que valga la pena. Dibuja desde siempre, con disciplina de borracho -tinta y mugre- y nunca termina nada, no sabe de finales ni de principios ni de la ciencia exacta del éxito. Pero sabe caminar por ahí, encontrando compinches que han iluminado las vueltas de su vida, y le escuchan sus teorías de viejo impertinente, iconoclasta y prostático, a cambio del poco tiempo que nos queda. Amén.
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