Es momento de disecar el tiempo, de ponerlo en una servilleta para que absorba lentamente la grasa y ver como se va humedeciendo la sonrisa que alguna vez dejaste en esa cajita de cartón.
Tal vez ahora tropieces mientras corres hacia esa escenografía adornada de vidrios borrosos que en otra vida fueran el escenario perfecto de tus fantasías patrocinadas por el hambre de ser visible.
Lo que ahora queda es una melancólica tarde de color pastel donde los autos juegan a estacionarse mientras sus dueños hunden los asientos en el humo incógnito de una tarde donde dos amantes se declararon su amor por vez primera.
´Dile que quieres doble y con helado», me ordena. «Doble y con helado» repito desde la ventanilla del auto. «¿Está seguro?», me pregunta una chica desde otra dimensión que todavía no conozco. «Totalmente seguro», respondo. Y a medida que nos acercamos a esa dimensión desconocida, el nombre de la chica toma forma, y unos senos aparecen como por arte de magia mientras unas manos jóvenes toman por sorpresa la tarjeta de crédito que me garantiza el pase a la obesidad.
«Gracias por su visita», una voz resuena mientras el coche se pone en marcha a modo de despedida y las uñas rosas de la chica se agitan en el aire mientras coloco en mi boca la muerte lenta que me garantizan esas hamburguesas que fueron fabricadas con el amor del ansia que consume los corazones de los solitarios que se acompañan a la hora de la cena.