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Ven a cenar, querida

Ahora es vieja. Los errores apilados en la piel le surcan cada recuerdo. Cada memoria está plagada de ese tiempo marchito que no supo llevarla al camino debido, al correcto, al adecuado. El destino se la saltó.

El aire le huele a agua de flores olvidadas. Una mezcla entre dulzor y podredumbre. Todo huele a muerte, y una a la otra se esperan con gracia. Todavía hay gracia.

Las líneas de la palma de la mano son tantas como las de su reverso. No vale la pena esmerarse en hacer alguna lectura de un pasado o un futuro posibles. No hay nada por adivinar.

Su presencia se ha hecho vaporosa; una tibieza se le desprende de las arrugas. Pequeñitas nubecitas le explotan en la piel, si los recuerdos le llegan para hacerla vibrar una vez más. Y ella sólo espera poder evaporarse de sí misma. Disolverse como una nube, en una nube.

A la vuelta de la esquina no le espera nadie. Que alguien le tomara la mano y le dijera “querida, ven cenar”. Pero no hay nadie todavía, no hubo nadie antes tampoco. Todo es vapor para ella, con los ojos ceñidos por las cataratas. Lo que recuerda lo olvida pronto, porque cree que el tiempo juega con ella. Es un tramposo, piensa. Hoy no es hoy, piensa. Y sale a veces a la calle a oler el pan recién hecho en la panadería, sólo para poder regresar a casa esperando que alguien le tome la mano para sentarse a cenar.

Escritora. Mar de nervios en esta carne contrahecha. Sentir, sentir, sentir. Y de ahí pensar. Y así decir. Y en todo eso vivir. Vivo colgada de la parte baja de la J en la palabra ojalá.

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