Noté su presencia hasta que mi brazo chocó contra el suyo. Julián se detuvo junto a mí para ver el paisaje de aquella mañana, uno de nubes más blancas que el blanco y de copos de nieve cayendo como ceniza.
De pronto notamos que algo se movía a lo lejos. Parecía una mujer sin rumbo ni abrigo. Pero la imagen era demasiado borrosa debido al vapor de nuestra respiración en la ventana.
Julián comentó que en efecto lo era, que aquella mujer repetía el mismo trayecto todos los años en Navidad. Dijo también que en el pueblo la conocían bien, pero que evitaban hablar sobre ella. «¿Quién sabe por qué?», terminó de decir para de nuevo estrellar su exhalación en el cristal de la ventana.
Entonces giré la cabeza buscando su rostro. Quería saber si hablaba en serio o se sonreía, pero la intensidad del reflejo de nieve convertía a Julián en una mancha indefinida y oscura.
Cuando de nuevo miré hacia fuera, me di cuenta de que la mujer había desparecido. «Quizá la devoró aquella arboleda», dije señalando los árboles sepia en el camino. Pero Julián ya no estaba, se había marchado dejando su vaho otra vez en el ventanal de la habitación.