El calor que había sostenido todo el maldito día sobre su espalda dolorida se resumía –se condensaba– en esa gota de sudor que bajaba incauta y perezosa por su perineo y se descolgaba por sus bolas aterradas, terminando de inundar el calzoncillo asfixiado hace muchas horas por la más increíble impaciencia.
La maldita gota hacía su infame recorrido en cámara lenta, dejando a su paso una cosquilla devastadora que tenía que ser aguantada a toda costa dado que el menor movimiento revelaría su posición y perdería lo que tanto había cuidado estas trece horas de sol y angustia.
El paladar seco de perro muerto, las palmas de las manos siempre sudorosas humedeciendo la máquina, la vejiga repleta y el incontenible sudor, el aterrador charco de sudor debajo suyo, le provocaban morirse ahí en el centro mismo de la canícula, entre el pasto los grillos y el vapor, y pensó que tal vez estuviera ya medio cocinado, tal vez era un pedazo de comida llegando a su punto, tal vez nada importaba ya.
Se levantó lento, adolorido y empapado, soltó la cámara vencido ya por el despropósito y las bañistas comprendieron que no lo podían dejar ir vivo a que expusiera sus múltiples vergüenzas.
