Prende la luz del buró junto a tu cama si tienes miedo, eso ahuyenta a los fantasmas. Por la noche es suficiente con el pequeño foco porque la oscuridad entre más profunda menos luz necesita para disiparse.
Cuando llega el día la cosa se complica: se necesita mil veces más luz para encontrar lo oscuro y combatir. Con tanta luz y tanta gente, la oscuridad se vuelve rincones en los ojos, ideas compactas en las cabezas, dedos escondidos en los zapatos.
Por eso ando con un cerillo prendido siempre entre los dedos. Bien encendido hasta que llega cualquier viento y se lo lleva. El viento es el fantasma del día. Entonces es cuando tengo que llevarlo más lejos, más intenso. Y encuentro madera, siempre hay madera o tela que agarra bien el fuego. Y si lo agarran es porque quieren ayudar, porque tienen miedo de ese mundo de fantasmas a la intemperie.
El otro día oí en medio de una tienda de muebles a un sillón que gritaba que quería salir por la ventana. Me enterneció tanto su súplica que le ayudé: puse el cerillo sobre la pila de alfombras y en unos minutos el sillón tuvo el espacio suficiente para huir. «¡Eres libre!» le dije, y me fui porque no es correcto quedarse a mirar la liberación de otro.
Así solté a unos árboles fastidiados de pájaros, a unos pasteles que no podrían soportar un cumpleaños más, a una almohada moribunda, a un parque entero con el corazón roto de no poder darle techo a los vagabundos… He trabajado mucho y justo hoy que es mi día de descanso escucho de nuevo ese ruido –igual que el crujir del piso de madera en una noche húmeda y nublada–: mi vestido clama ser liberado, pide dejar de menearse a capricho de mis piernas y ya no estar tan a ras de suelo. Es una de esas veces en las que llevo el cerillo más lejos…