Son las siete de la noche y una mano sujeta con fuerza el muslo de María. Ella mira de reojo y lejos de causarle molestia desea que la mano la posea y se vuelque vertiginosa en su entrepierna.
Una minifalda y unas medias grises que llegan arriba de la rodilla dejan espacio suficiente para poder ver su blanca y delicada piel.
En alguna parte del trayecto el metro se detiene y las respiraciones agitadas se hacen más evidentes.
Los muslos de María se han convertido en anzuelo de otro par de manos hambrientas que intentan perderse en la oscuridad de la tela y empiezan a formar una especie de enredadera.
Todas las filias podrían entrar en ese vagón de no ser porque ya no cabe ni el aire.
El calor de los cuerpos encerrados da origen a una gota de sudor que escurre por la espalda de María, ella deja que la gota caiga lentamente, que acaricie toda su espina dorsal y que se escurra por debajo de la tela hasta llegar al clamor de esas manos que no tienen nombre ni oficio, que son de todos y de nadie, que es el pueblo mismo anestesiándose de piel, dilatándose en busca de orificios.
Ya he perdido la cuenta de las manos que sofocan a María. De pronto el vagón comienza a moverse de nuevo y toda esa raza de machos masturbatorios se avalancha sobre el cuerpo magullado. Una bocina anuncia al interior la llegada a la siguiente estación del metro y al abrir las puertas todo mundo sale en estampida como si por ello fueran a recibir un premio.
Nada ha quedado del cuerpo de María, sólo un pequeño charco de sudor y de blancas y viscosas fantasías.