Y es que tú ibas muy rápido siempre. Siempre nerviosa, como buscando algo, tan inquieta que nunca logré abrazarte. Y eso es lo que quería, abrazarte, pero esas ganas incumplidas, esa frustración se me convirtió en una molestia. Y entonces ya sólo quería agarrarte. Tomarte con fuerza, apretarte y tenerte. Y si supieras que hubieran bastado un par de minutos para saciarme. Pero nunca lo supiste… tan rápido que ibas siempre.
Le dije a Caro que te quería y Caro me quería. Te invitó a pasar la noche y —esto no lo sabes— mientras dormías te cortó una uña de la mano (del índice derecho), un par de pestañas del ojo izquierdo y te limó un callo de no sé cuál pie. Todo esto me lo regaló en una bolsita de algodón orgánico, a cambio de unos cuantos sabores, digo, fervores, digo, favores. Salí de casa de Caro con el tesoro entre mis manos… No es que sea yo sentimental, pero me lo pegué al pecho las doce estaciones del metro y tres transbordos que tuve que hacer hasta casa.
En una maceta puse la bolsita y la regué con todos los líquidos que de mí pudieron salir. Sí, sí, me licué desde la saliva hasta las lágrimas. Y prontito una ramita se dejaba ver, seguida de unas hojitas y, para la tercera semana de derramarme en la maceta, convencido de que mis jugos más viscosos son los que te harán florecer, un lacio y negro cabello comenzó a crecer.