Poco después de la consabida historia del caballero que la rescató y la torre, descubrió que su príncipe azul comenzaba a deslavarse un poco, incluso hubo momentos en los que lo descubrió rabo verde. Fue entonces cuando decidió dejarlo y romper con esa idea de que vivirían felices para siempre.
Así se enfrentó a nuevos problemas porque eso de que el cabello no dejara de crecer y crecer no era fácil; el estrés hacía que la atacara la orzuela y no encontraba tinte suficiente para hacerse las mechas californianas que tanto quería. Fue así que tuvo la brillante idea de aprovechar su problema para beneficio. Inició con tratamientos de mayonesa, aceites y los clásicos reparadores de puntas, utilizó el acondicionador que prometía un cabello sedoso y desde luego aquellos que ayudaban a controlar la caída, que en su caso era un verdadero enredo.
Ya que el pelo recuperó la belleza natural se decidió a cortarlo y poner una fábrica de pelucas y bisoñés que fueron la sensación del reino. Venían alopécicos de todos lados a comprarlos por la enorme naturalidad con que se confeccionaban. Tal fue el éxito que incluso comenzó a hacer muñecos de felpa con cabello auténtico, que pronto fueron los preferidos de niños y algunos adultos medio desviados.
Ahora la princesa vive con comodidad y sin ningún apremio económico; piensa en extender sus dominios y su emporio, tanto que afuera de la vieja torre cuelga un letrero que dice “Estética Rapunzel, próxima apertura”.