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Bébeme

Alicia se encontraba sentada en la mesa de centro donde su papá pone los pies todas las mañanas para leer el periódico.

Seriamente contemplaba tomar aquel frasco verde que se encontraba en el mueblecito de madera donde su mamá guarda la colección de muñecas. «¿Se me quitarán el dolor de cabeza y las pesadillas?», pensaba mientras rechinaba los dientes, ansiosa por tomar de aquella botellita. La abuela decía que estaba llena de árnica y alcohol, un tónico inofensivo destinado a calmar pequeños dolores, pero la madre les tenía prohibido tomarla pues decía que el líquido ya tenía más de 20 años en ese lugar, que quien fuera que lo tomara terminaría con el estómago hinchado y los ojos a punto de reventar.

Mientras Alicia consideraba su muerte a causa de la medicina casera, se preguntaba por qué su madre guardaría la botella si era tan mortal como decía. «¿Acaso mi madre quiere matarnos?».

El hermano decía que conservaban la botella porque era una herencia familiar, una pieza de cristal cortado, de un costo exagerado. El padre ni siquiera sabía que existía. Alicia era la única que cada mañana se levantaba con la curiosidad de darle un trago. Y así lo hizo.

Una noche que su mamá se encontraba en misa, su papá veía la televisión y el hermano escuchaba música, Alicia se aproximó al mueblecito de madera, abrió la puerta de cristal con mucho cuidado para no hacer ruido, extrajo el frasco, se sentó cerca de la chimenea y así, sin reparos, bebió.

No hubo dolor, no sentía el estómago expandirse, sus ojos no veían borroso… Todo parecía normal, salvo el sueño que la atacó de repente. De cualquier modo, al cabo de un par de horas despertó. No había vómito ni sangre, no estaba en un hospital. A lo lejos escuchaba a su mamá que le gritaba:

—Alicia, ¿dónde estás?

Alicia seguía tirada, sólo que esta vez los pelos de la alfombra se veían más grandes, la chimenea era como un volcán de fuego y el frasco, que dejó tirado a su lado, era como una torre de hielo. Alicia no podía moverse y no era porque estuviera envenenada, sino porque se había convertido en búho de porcelana.

Cuando su madre la encontró tirada no tenía idea de que se trataba de Alicia. Tan sólo la recogió, alzó el frasquito verde y a ambos los colocó dentro de la vitrina.

Alicia se quedó encerrada para siempre en el mueble de los objetos de colección.

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Escritora. Bruja de oficio, cocinera de palabras por accidente. Cambio de color todo el tiempo porque no me gusta el gris, un poco sí el negro, pero nada como un puñado de crayolas para ponerle matiz al papel. A veces escribo porque no sé cómo más decir las cosas, a veces pinto porque no sé como escribir lo que estoy pensando, pero siempre o casi siempre me visto de algún modo especial para despistar al enemigo. Me gusta hablar y aunque no me gusta mucho la gente, siempre encuentro algún modo de pasar bien el tiempo rodeada de toda clase de especies. El trabajo me apasiona, los lápices de madera No. 2 también; conocer lugares me fascina y comer rico me pone muy feliz. Vivo de las palabras, del Internet y de levantarme todas las mañanas para seguir una rutina que espero algún día pueda romper para irme a vivir a la playa, tomar bloody marys con sombrillita y ponerme al sol hasta que me arda la conciencia. Por el momento vivo enamorada y no conozco otro lugar mejor. El latte caliente, una caja de camellos, una coca cola fría por la tarde, si se puede coca cola todo el día, y un beso antes de dormir son mi receta favorita para sonreír cuando incluso el color más brillante se ve gris. La Avinchuela mágica.
Ilustradora. Erika Posada, aka e.M.a. Publicista, diseñadora gráfica, ilustradora, freelance, libra, adoradora del sol, amante empedernida de los felinos y adicta al sonido que genera el aplastar hojitas y vainas secas en la calle.
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