La proliferación microbiana de los cuerpos se manifestó en cuanto el oxígeno se agotó en la habitación de la puerta más pesada. Cuando olfateó la pestilencia, no recordaba siquiera el número exacto de los restos que yacían ahí, olvidados. Introdujo la llave en el cerrojo, la giró dos veces y abrió lo vedado sin tomar precauciones: los vapores del metano, el amoníaco y el ácido sulfhídrico taladraron su nariz.
Ahí estaba, con la descomposición de todos los años y los meses pasados enredados en la barba. En el silencio de la penumbra una voz le susurró todos sus crímenes.
El lugar: la fosa común de lo que alguna vez en su vida fue platónico, inconcluso, apasionado o idealista. No podía respirar por los nombres acumulados en su tráquea, y la ceguera temporal le negó lo que hubo alguna vez.
Los rostros desfigurados por el tiempo le hincharon los labios, antes rojos, ahora azules.
Trepanaron su memoria en un instante.
Los vomitó.
Ya no debía quedar nada.
La vacuidad de las paredes le oprimió el pecho.
Se convirtió en un cadáver más para los organismos anaeróbicos.
Y la vida continuó desmemoriada de él.