Día 1: Ayer me lo dictaminaron. La tranquilidad es una forma de morir, llega de pronto con un calambre raquítico, con la frialdad de músculos y huesos. Un golpe sempiterno que se aferra a los nervios y persiste.
Día 2: Hoy dejó de funcionar mi pierna, primero se arropó de la quieta sinfonía de hormigas hasta que ahora, al despertar, se perdió al querer levantarme de la cama. Ayer me pasó con la rodilla, se entiesó en la flacidez de una desdicha.
Día 50: Los sonidos son cada vez más lejanos, no distingo al piano de la lavadora. Los ojos me dan comezón, no encuentro la forma de quitarles este desasosiego que dan los silencios y las sombras.
Día 68: Los insectos caminan por adentro de la piel, se comen los impulsos que la nervadura no alcanza a descifrar y hacen que mis músculos se hielen en un pulso fuera de todo control, de toda cifra.
Día 142: Me siento con la misma ligereza que una piedra. Gobierno el mundo desde una silla de ruedas.
Día 325: Ayer fue la voz; se acabó por hacer de agua mi garganta. Soy apenas un balbuceo mustio, una hierba silvestre dentro de una pecera.
Día 483: Tengo la soltura de un epitafio con fecha abierta, la misma que una estatua plagada de escarabajos.
Día 523: El mundo pasa frente a mis ojos: es una mancha. Quizá este sea el último texto que escriba: hoy comenzó el temblor en la mano derecha.