A los 18 años supe qué es el tiempo. Mi madre esperó a ese día porque si hubiera sido antes no lo hubiera entendido. Me dijo que ese secreto iba a ser mi regalo, y sin mayor preámbulo puso play. Entonces, el tiempo fue una sorpresa; la alarma de un reloj viejo al que le laten las manecillas, un aviso violento que anuncia que algo grande va a pasar, una sístole y diástole de metal gritando, un cerebro transformado en campanario, un metrónomo. Fue un sonido sutil de batería, un tendón grave en clave de sol, unos piececitos caminando sobre un teclado de latón, una guitarra.
Ticking away the moments that make up a dull day… El diálogo entre lo que ya era el tiempo y yo. El tiempo hablando sobre el desperdicio y uso de las horas, de la ansiedad tan cotidiana que nos hace felices, la incertidumbre del presente y la desidia por cambiar. Así, hasta que te enteras de que tienes 10 años sobre la espalda y llegaste tarde a todo.
Después la guitarra diciendo que el tiempo es una travesura, una moneda al aire, una rebanada de fruta, una buena cena, la tortura en una pileta, un animal dentro de una tómbola, el tráfico adicto a los minutos, una borrachera.
Lo demás era lo que ahora sé. Que el tiempo no espera, que es inalcanzable, que cada día dura menos, The sun is the same in a relative way but you´re older, que la infancia es la madre del tiempo y las obsesiones.
—Disfruta la vida, hijo, porque la canción se acaba. El tiempo dura 7:04 minutos, ni más ni menos.